miércoles, 16 de marzo de 2011

Damasco, la dulce seductora

Esta ciudad atrae cada vez a más viajeros, muchos de los cuales deciden echar raíces

Cuenta la leyenda que Mahoma subió a la cima del monte Qassioun, a cuyos pies se extiende la ciudad de Damasco. Tras contemplarla brevemente regresó a La Meca. Cuando le preguntaron por qué no quiso visitar la ciudad, Mahoma respondió: "Al paraíso solo se accede al morir". Damasco -o Sham -ciudad del sol- como lo llaman afectuosamente sus habitantes- es considerada la ciudad habitada más antigua del mundo. Sus laberínticas calles están sembradas de huellas de antiguos imperios que se remontan al 2.500 antes de Cristo. Pero ante todo, Damasco es una ciudad viva, fascinante y tremendamente absorbente. Cada vez son más los viajeros que deciden quedarse, seducidos por los encantos de esta joya oriental.

Hacia el corazón de la medina

Alguien que llega por primera vez a Damasco y recorre la ciudad en taxi generalmente no encuentra nada especial, tan sólo el tráfico frenético y alocado que caracteriza a las urbes de los países árabes. Mientras el taxista le pregunta en árabe -muy pocos sirios hablan inglés- si es la primera vez que visita la ciudad, el visitante no ve más que algunos minaretes asomando como enormes agujas entre edificios recién construidos. Es necesario adentrarse en la medina antigua para conocer su verdadera esencia. Finalmente, de la nada aparece una espléndida muralla, custodiada por un imponente jinete. Se trata del famoso gobernante Saladino, héroe venerado en la cultura musulmana, cuya tumba se encuentra muy cerca.

A partir de ese momento, la magia de Damasco comienza a manifestarse. Alrededor de la muralla es habitual encontrarse con un vendedor ambulante de té, vestido con ropa folclórica y el típico gorro rojo de fez sirviendo té a los transeúntes. Para ello utiliza una tetera enorme colgada en su espalda. Dejamos atrás a este pintoresco personaje y continuamos bordeando la muralla hasta alcanzar una de las entradas a la medina: Bab Touma.

Bab Touma -en árabe puerta de Santo Tomás- viene a avisar de la plácida convivencia entre cristianos y musulmanes que caracteriza a la medina. Es habitual toparse con familias cristianas celebrando una boda en plena calle, mientras los feligreses musulmanes acuden a la mezquita ante la llamada del almuédano. Tras cruzar la puerta, uno se zambulle en la bulliciosa vida de la medina.

En sus estrechas callejuelas no hay lugar para el respiro. Al recorrerla no queda otro remedio que dejarse llevar por su ferviente actividad y disfrutar de su movimiento y colorido. Paseando por sus calles, uno puede observar ancianos absortos en un tablero de parchís, impasibles ante el paso del tiempo; niños montados en burro arrastrando un carro lleno de melones; grupos de mujeres parlanchinas y con velo atropellando a todo el que se cruce en su camino; incansables artesanos elaborando cajas de todos los tamaños y formas decoradas con damasquinados; tenderos de sonrisa cálida que invitan a tomar el té mientras muestran sus hermosas telas, etc.

La ruta de los aromas

Pero Damasco no se disfruta únicamente con la vista. Alguien que conociese realmente bien la ciudad, casi podría guiarse a ciegas utilizando sólo su olfato. Del aceitoso olor de los shawarmas, pasamos al penetrante aroma del cuero de camello con el que se fabrican las sandalias. Estos olores se mezclan con el de los narguiles -lo que nosotros conocemos como shisha - que asoman desde las rústicas cafeterías de la medina. Esta ruta de los aromas alcanza su punto álgido si nos adentramos en el mercado de Hamidiye. Considerado uno de los más importantes de Oriente, este mercado es ideal para perderse degustando un delicioso helado de azahar y pistachos. En él se produce una explosión de fragancias provenientes de todo tipo de especias, sin olvidar el célebre jabón de Alepo, considerado el mejor del mundo.

A pesar del alboroto cotidiano, tanto el mercado como la ciudad en general pueden recorrerse con la mayor tranquilidad y a cualquier hora del día. Las tiendas permanecen abiertas hasta altas horas de la noche y los comerciantes son personas amables y tranquilas que nunca presionan a los viandantes, a diferencia de lo que ocurre en otros países árabes. Además, el robo y los asaltos callejeros son prácticamente inexistentes en Damasco. El único signo de violencia que podemos encontrar en el zoco son los agujeros en la enorme bóveda de hierro, producidos por las balas de la aviación francesa ante la rebelión nacionalista Siria de 1925.

Los agujeros de bala son sólo un ejemplo de cómo los damasquinos conviven con su propia historia sin darle mayor importancia. Los restos del templo de Júpiter son utilizados por los mercaderes para extender sus productos. Los muros exteriores de la mezquita Omeya -la tercera más importante del islam- se encuentran plagados de puestos de fruta. Pero el caso más claro en el que pasado y presente se unen es la rehabilitación de antiguas casas árabes. Destaca especialmente el restaurante Khawali, erigido en un majestuoso edificio de más de 600 años de antigüedad. Desde su terraza, durante la deliciosa cena podremos disfrutar de una visión panorámica de la ciudad, con su crisol de luces blancas y verdes. Coronando esa visión majestuosa, se encuentra el monte Qassioun. Desde su cima, Mahoma pudo resistir la atracción arrolladora de esta mágica ciudad. Sin embargo, aquellos que viajen con el corazón y la mente abierta es posible que caigan ante el hechizo de Damasco con más facilidad que el profeta.

No hay comentarios: